Estoy entre las mismas
cuatro paredes que mi memoria no puede olvidar. Hay un hombre mayor, bastante
mayor que yo mirándome, esperando una reacción. Dice que es mi padre. No lo
recuerdo. Una lágrima cae desde su ojo.
Respira hondo. Parece
tranquilo, esperando mi respuesta. Asiento con la cabeza.
-De acuerdo- dice él.
– Comenzaré con la historia.
No
tenía nombre. ¿Para qué, si no era un niño especial? Ni tan siquiera llegaría a
serlo.
Los niños sin nombre no eran nadie, por lo que eran abandonados.
A él lo abandonaron en el parque, entre afiladas briznas de hierba heladas en
el interminable invierno. Es asombroso que sobreviviera, no muchos de los Sin
Nombre, aquellos niños que olvidaban en aquel parque, conseguían llegar a la
tierna edad de un año.
El mismo aprendió a vivir solo, pues no tenía otra opción. Su historia no es
como la de los cuentos; los animales le atacaban, en vez de ayudarle, si se
acercaba a sus territorios.
Si soplaba el viento del norte en otoño, se arropaba con las inertes y mustias
hojas caídas de las copas de los árboles. Si helaba en invierno, se arrimaba
junto a las prendas olvidadas por la descuidada gente.
Adoraba el brillo del rocío sobre los árboles en primavera, cuando le
despertaba el canto de golondrinas y mirlos.
Pasaba los veranos cerca de la orilla del lago, junto a las juguetonas ocas,
mientras estas le picoteaban suavemente el pelo.
Pero no se sentía completo, le faltaba algo. Se sentía vacío y hueco siempre
que veía a los niños junto a sus padres. Él no entendía aquel confuso
sentimiento, que se asentaba en su pecho oprimiéndole la respiración, que le
producían las familias.
Se escondía. No quería que lo vieran. Las pocas personas que lo habían visto jamás
lo oyeron hablar.
El hombre que dice ser mi padre me cuenta que una niña se acercaba para
ofrecerle comida todos los días, mas él me rehuía. Ella la dejaba en el suelo y
se alejaba. Cuando él se veía fuera de peligro, la cogía y se marchaba
corriendo. La misma rutina día tras día.
Desconfiaba porque estaba solo, porque no entendía el complicado mundo en el
que vivía.
Veía que toda la gente solía estar junta, pero no creía que ese mundo estuviese
hecho para él. Aquella niña hubo escrito, tiempo atrás en su diario, que ella
no sentía que estuviese hecha para él.
Pasaron días y noches, meses y años, pero ella siempre estuvo a su lado. Lo vio
crecer. Pero un día se percató de lo mucho que había cambiado aquel niño, ahora
transformado en un hombre, no se parecía al bebé que vio crecer entre hierba y
prendas de abrigo.
La gente le daba dinero, le prometían que las cosas irían a mejor. Él no decía
nada, solo los miraba con sus inexpresivos y líquidos ojos. Tras marcharse la
gente, el tiraba aquellas pequeñas monedas al contenedor de la basura.
Puesto que no le agradaba tener a la gente cerca, ella siguió cuidando de él a
distancia.
Sabía que, aunque se parecieran a él, las personas no eran tal y como él mismo.
Un rasgo suyo era su cómica mueca al mirar al sol, entrecerraba los ojos debido
a que este lo cegaba, pero él seguía contemplando la estrella más hermosa que
sus ojos llegaron a ver.
Si oía a alguien gritar, se desconectaba del mundo, su mirada se volvía sombría
y perdida.
Tal vez no recuerde nada de sus padres, pues era demasiado joven cuando lo
abandonaron.
A aquella chica que estaba cerca de él en la distancia le apenaba saber que aquel
niño vivió solo, se crió solo y ella no pudo evitarlo, no pudo cambiar nada.
Solo pudo hacer pequeños gestos para que siguiera vivo, intentando acercarse a
él.
Su madre le había dicho que, si se lo proponía, ella podía cambiar el mundo.
Se acercó a él con una sonrisa plasmada en sus labios y se sorprendió, pues
cambió su propio mundo.
-Ya han pasado cuarenta
años desde que aquella niña vio por primera vez la cruda realidad, escondida
bajo la piel de aquel niño. En aquel entonces le preguntó a su padre por qué le
había contado aquella historia, y él solo le dijo que aquella niña era ella.
Miro al hombre que está delante de mí.
Comprendo lo que me dice, y entiendo por qué me ha contado esta historia.
No puedo evitar
correr hacia aquel parque. Él no m lo impide, sino que me abre la puerta.
El alzhéimer no ha conseguido que le olvide.
Y esa historia me ha abierto los ojos.
El alzhéimer no ha conseguido que le olvide.
Y esa historia me ha abierto los ojos.
Y una vez más estoy en ese parque de abrigos olvidados y grises árboles. Lo
busco con la mirada, con el corazón en un puño. Lo veo sentado en un banco.
Levanta la cabeza y mira mis ojos azul ceniza, rodeados de unas profundas
arrugas que cuentan mil historias transcurridas en el tiempo. Se acerca a mí
mientras me sonríe. Jamás se borrará esa sonrisa de mi memoria. Me besa la
frente con sus agrietados labios por el tiempo, y me sonríe. Le abrazo fuertemente
entre mis brazos. El hecho de no volverlo a ver me apena, pero mi enfermedad no
me impedirá recordarlo hasta mi último aliento. Lo juro.
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